martes, 22 de junio de 2010

La huella de carbono aterriza en Uruguay

Cómo alcanzar la mayor eficiencia y la menor contaminación, sin morir en el intento

Tema complejo si los hay. Están quienes buscan –sinceramente- la mejora del ecosistema. También los que defienden la producción nacional. Y están, como siempre, los que defienden los intereses comerciales. En esta maraña de opiniones encontradas sobresale el planteo –bastante singular- del especialista en la materia, Daniel Martino: la manera de bajar las emisiones de carbono sería, paradójicamente, aumentándolas. Siempre que sea en pos de la productividad.

El “cuentito” del Efecto Invernadero que aprendimos en el liceo decía, más o menos, así: por un lado tenemos al Sol que, mecanismo de radiación mediante, emite calor que llega a la Tierra, para convertirse después en calor terrestre. Por otro lado está nuestro planeta, que también tiene la capacidad de transmitir calor hacia el exterior. Y por último está la atmósfera, que envuelve a la Tierra con concentraciones gaseosas que tienen la capacidad de absorber parte de este calor. Por esta cualidad –la de retener el calor emitido por la Tierra resultando en un calentamiento de la superficie- es que los conocemos como los Gases de Efecto Invernadero (GEI). Si este proceso natural no existiera, la temperatura media de nuestro planeta estaría alrededor de 33º C por debajo de su valor actual.

Pero lo que ayer era una unidad más en el programa de ciencias naturales de secundaria, hoy es uno de los temas más candentes a nivel global. El problema es el siguiente: a partir de la Revolución Industrial, “nuevas” actividades humanas han provocado el incremento sostenido de los GEI [vapor de agua, dióxido de carbono (CO2), metano (CH4), óxido nitroso (N2O) y Ozono (O3)]. Y en donde antes había un equilibrio entre la energía entrante (solar) y la saliente (terrestre), ahora estamos ante un incremento de la capacidad de la atmósfera para absorber la radiación terrestre. ¿Cómo se resuelve este desequilibrio? Con un calentamiento de la superficie terrestre. El ya conocido Calentamiento Global. Que se ve reflejado en el crecimiento del nivel medio del mar; en los cambios en la circulación atmosférica y los regímenes de lluvias; y en el desplazamiento de las zonas agrícolas.

Con todo esto es entendible que la comunidad internacional se concentre cada vez más en la búsqueda de soluciones para controlar los impactos del cambio climático.

Es en este marco que surge la necesidad de cuantificar la cantidad de emisiones de GEI. Y así nace el concepto de huella de carbono, como indicador que busca medir las emisiones de CO2 que son liberadas a la atmósfera por efecto -ya sea directo o indirecto- de las actividades humanas. Pero no medirlas por medirlas y nada más. La idea de fondo es controlar, reducir o incluso neutralizar estas emisiones y sus impactos. Y, dando un paso más, se busca también promover la divulgación de esta información con el fin de concientizar a la población en su conjunto acerca de qué prácticas son más “amigables” con nuestro medio ambiente.

Pero todo esto es todavía muy nuevo; incluso para el mundo desarrollado. Sin embargo, el que lleva la batuta en toda esta cuestión es Francia, con un proyecto de ley que prevé exigir el etiquetado de la huella de carbono en todos los productos alimenticios que pretenden ingresar en el país. Para los expertos, esto sería tan solo la antesala del segundo paso, y el más interesante: poner un impuesto de frontera a las emisiones. Y esto tiene su razón lógica, ya que los galos tienen la obligación de reducir sus emisiones –asumida ante la Unión Europea y el Protocolo de Kyoto- y de esta forma transfieren su responsabilidad a los productores. El productor francés se encuentra compitiendo con una producción libre de obligaciones; es entonces que, para que la disputa no sea tan desproporcionada, el impuesto de frontera aparece como la solución más sensata.

Ahora, ¿cómo entra todo este asunto –de dimensiones mundiales- en la realidad de nuestro pequeño país? La mejor forma de explicar su influencia es ilustrándola en el desarrollo de la actividad económica por excelencia: la ganadería.

Cuando pensamos en el rendimiento que tienen cien vacas uruguayas pastando en territorio nacional, lo último en pasar por nuestra mente es el estado del tiempo. Bueno, sí, el clima repercute en las pasturas, incluso el frío o calor extremos pueden llegar a matar a los “bichos”, pero primero en el orden de las preocupaciones están, por ejemplo, los porcentajes de parición. La cantidad de terneros que esas vacas pueden producir en un año nos dice que tan económicos son estos animales. Y eso es lo importante: la rentabilidad.

Pero aún así, pensando solo en la rentabilidad y en nada más, cuando se habla de cambio climático, rara vez se está pensando en sus efectos en el aumento de la productividad de la ganadería o agricultura. A simple vista, nada tiene que ver una cosa con la otra.

Daniel Martino, director ejecutivo de Carbosur desde su fundación en el 2000, tiene un enfoque completamente diferente. Su empresa, encargada de brindar servicios especializados en el área del cambio climático, busca atenuar –el término específico vendría a ser “mitigar”- el impacto de esta problemática. Y su planteo a las empresas nacionales es muy simple: la huella de Carbono es un indicador claro de cuán eficiente o ineficiente es la producción.

“La huella de carbono de los sistemas de ganadería extensiva de acá es muy alta: puede llegar a valores de hasta setenta kilos de CO2 por kilo de carne, perfectamente”, alega el experto. Entonces, conocer la huella de carbono y gestionarla, es una forma de mejorar la eficiencia de la producción; cosa que sería beneficiosa tanto para el agricultor como para el país.

La cosa es así: en Uruguay, cada cien vacas, un promedio de sesenta tienen cría por año. Teniendo en cuenta que la única función que tienen estos animales es, justamente, producir terneros, este dato no es tan espectacular. En un mundo ideal, cada una de esas cien “vaquitas” tendría un “hijito” por año. Pero todavía estamos lejos de lo perfecto. Y hoy tenemos, por cada centenar de bovinos, cuarenta que solo sirven para masticar pasto y, para colmo, emitir gases en el intervalo.

¿El planteo de Martino? “Solo mejorando el porcentaje de parición o el de destete de los terneros se podría estar reduciendo la huella de carbono de un modo fuerte”. Entonces, si se impone una medida política para reducir las emisiones de la carne uruguaya, indirectamente, sería un gran estímulo para mejorar la productividad y eficiencia.

La solución para reducir la huella de carbono es, cuando menos, interesante: mejorar el porcentaje de parición, nuestro objetivo como ganaderos desde un primer momento.

Entonces, ¿por qué cuando Carbosur le presentó a los principales frigoríficos del país su proyecto para empezar a medir sus emisiones ninguna aceptó? La Ingeniera Civil –e integrante del Centro de Producción más Limpia de la Universidad de Montevideo- Milenka Sojachenski nos da dos posibles causas. En primer lugar, porque la huella de carbono es bastante desconocida en Uruguay. Y esto se debe a que el país, con una producción mínima de CO2, no tiene ninguna exigencia de bajar sus emisiones. Y, como todo, cuando no hay obligación, no hay interés.

Pero no todo es falta de voluntad. Sobre todo si consideramos que el otro motivo probable es el tema de los costos. Y aquí surge un nuevo dilema: no hay metodología aprobada para calcular la huella de carbono. Esta carencia obliga a que cada proyecto demande la creación de un procedimiento nuevo. Y este esfuerzo extra implica gastos extras. Que, encima, se amoldan a las magnitudes y a la duración de cada proyecto específico. En fin, es “caro”. Puede rondar entre los ocho mil y 10 mil dólares, o incluso llegar a la módica suma de 15 mil dólares.

Caro, para invertir en algo que no es de carácter obligatorio. Caro, para gastar en algo que no se entiende bien para qué sirve. Pero todo esto puede cambiar en poco tiempo. O al menos eso es a lo que aspiran los involucrados en la enredada cuestión del cambio climático.

martes, 8 de junio de 2010

Derribando prejuicios

Un grupo de científicos uruguayos busca la reconciliación con una de las especies de peor fama: las bacterias

Las personas se cepillan los dientes para escupirlas. Se lavan las manos para evitarlas. Se limpian y refriegan el cuerpo, una y otra vez.
En las publicidades las representan como los monstruitos más feos.
Los niños incluso les temen.
Y, a pesar de todo, pueden traer las grandes respuestas del siglo que recién empieza. Son las bacterias.

Las bacterias suelen ser sinónimo de enfermedad. Incluso cuando no son aborrecidas por sus efectos en la salud, son desmerecidas por su pequeño tamaño. Bacterias, más vale perderlas que encontrarlas.

Sin embargo, estos prejuicios entorno a los organismos diminutos pierden peso frente a las investigaciones del científico uruguayo Francisco Noya. El doctor en Bioquímica y Genética Molecular e investigador del Clemente Estable elabora en la actualidad un proyecto tan ambicioso como innovador: encontrar nuevos biocatalizadores que sirvan para la producción de biocombustibles a partir de fuentes renovables.

Pero antes de llegar a la conclusión, el científico empieza por el principio. Así es como plantea que es importante no dejar de lado la faceta de las bacterias que muchos desconocen: sus beneficios. Éstos se ven en su participación en el proceso de la digestión, su rol preponderante en la formación de los intestinos e incluso en la adquisición de la vitamina K.

Y eso solo en el cuerpo humano. Entre los beneficios de las bacterias conocidas podemos encontrar al yogur, la producción de medicamentos y también la de algunos fertilizantes. La utilidad más actual: la bioremediación que busca, por ejemplo, dar con las bacterias que se alimentan de hidrocarburos y solucionar así problemas como los derrames petroleros. Otra vertiente de este novedoso uso de los microorganismos sería entonces el planteo de Noya y sus colaboradores.

Porque la cuestión es que solo se conocen quince mil especies de bacterias de las diez millones que se sabe que existen. La pregunta de investigación -para el científico- pasa a ser obvia: “¿Esconderán estas bacterias soluciones a algunos de los problemas que tiene nuestra sociedad del siglo XXI?”

La Unidad de Bioquímica y Genómica Microbiana que integra Noya se decidió por buscar bacterias que ayudaran a convertir sustancias comunes y abundantes en combustibles o, mejor dicho, biocombustibles. ¿Sustancias comunes? Pensaron en residuos de madera, pastos secos –ejemplo: paja de trigo-, cáscara de arroz o papel en desuso. Todas estas materias primas tienen en común ser baratas y fáciles de producir.

Fue entonces que la pregunta se hizo más específica: “¿Qué tal si se pudiera encontrar una bacteria que convirtiera estos residuos en combustible útiles como el alcohol?”

El final del cuento es casi feliz. El equipo de investigación dio a parar con las bacterias que residen en el intestino de las termitas, insectos que se alimentan de madera, o sea, capaces de degradar la celulosa. De estas bacterias se extrajo el ADN que luego se combinó con el de la celulosa derivando en el alcohol.

¿Por qué, entonces, casi? Es un proceso todavía muy caro. La gran complicación es la viabilidad económica del producto final. Porque por ahora no dieron con la solución a la segunda parte del proceso: la bacteria que produzca la enzima que transforme la celulosa en azúcar. Hoy esta fase no se alcanza de forma “natural” y se deben invertir grandes dosis de energía –y, por ende, capital- en llevarla a cabo.

Pero Noya no se queda de brazos cruzados. El científico –que tiene la particularidad de tener un Master en Administración de Empresas- plantea una respuesta tan simple como compleja: “abrirle los ojos a ANCAP”. Hasta que eso no suceda, no va a haber cambios reales. Porque el verdadero motor del desarrollo, para el biólogo, es la inversión en la innovación.

Vida artificial: ¿Es o no es?

Continúa el debate entorno a la polémica investigación de Craig Venter

La bacteria Mycoplasma mycoides es un agente infeccioso del ganado. Pero en estos días su prestigio ha crecido de forma desproporcionada gracias a su participación en lo que fue calificada por los medios –de forma un tanto apresurada- como “la creación de vida artificial”.

Tal descubrimiento estuvo encabezado por el reconocido científico Craig Venter, un viejo conocido en la materia. El estadounidense fue uno de los primeros en generar la secuencia del ADN humano. En esta ocasión, fue el mismo bioquímico quien explicó en los últimos días de mayo, en una publicación en la revista Science, en qué consistía la novedosa técnica en la que trabajó en los últimos quince años junto a sus veinticuatro colaboradores.

El experimento ya es famoso. Consistió en replicar en el laboratorio el conjunto de genes de la bacteria para, una vez alterado, colocarlo en otra “parecida”, pero distinta –mismo género, distinta especie-: la Mycoplasma capricolum. A ésta, antes de recibir al nuevo genoma, se le retiró la mayoría de su propia información genética. El nuevo contenido genómico pasó a controlar a la Mycoplasma capricolum, que empezó a producir las proteínas que el ADN trasplantado le pedía.

Una vez entendido el procedimiento, es fácil ver que las conclusiones que hablan de una “creación de vida” son un tanto precipitadas. Si bien el exitoso experimento significó un gran paso para la ciencia, no supuso semejante salto. Porque se trató de una modificación –compleja, eso seguro, pero modificación al fin- y no de una invención donde antes no había nada.

Aunque la célula modificada es casi una copia de una bacteria natural –lo que hace que no tenga valor en sí misma-, la importancia de esta innovación tiene que ver con las puertas que abre. Alcanzada la primera célula de este tipo, los investigadores pueden arremeter contra su verdadero objetivo: instalar en una bacteria un genoma elaborado en un laboratorio que le ordene realizar trabajos de utilidad para el ser humano.

En este marco es que los científicos sueñan con bacterias capaces de servir como vacunas; microorganismos que se puedan usar para crear ingredientes alimentarios; o incluso algas unicelulares que atrapen el dióxido de carbono y generen biocombustibles.

Y parece que las empresas petroleras creen que estos objetivos no son un delirio de la ciencia. Es así como Synthetic Genomics –la empresa fundada por Venter que financió la investigación- ya firmó un contrato de seiscientos millones de dólares con la petrolera estadounidense Exxon Mobil.

Muy distinta es la postura de algunos colegas científicos de Venter. Entre los que cuestionan la investigación está Pat Mooney, director del ETC Group (organismo internacional privado de control de las tecnologías). En un comunicado Mooney establece los riesgos: “las formas de vida creadas en laboratorio pueden convertirse en armas biológicas y amenazar también la biodiversidad natural”.

Fuentes: Clarín, Página 12, El País de Madrid