viernes, 23 de marzo de 2012

A falta de color

Combino, en los ojos de algunos padezco, dos condiciones –ba, en realidad infinitas más, pero para este análisis me interesa solo un par-: la de estudiante y la de periodista. Entonces leo y leo. Y vuelvo a leer. Hasta que me encuentro con una tarea ineludible, dado que lo mío es esto de ser estudiante/periodista -o viceversa-, que no es nada menos que la de escribir. Así, solita, no parece demasiado dramática. Ahora, a la luz de su característica inherente por excelencia –la página en blanco-, la cosa cambia.

Pero, ¿por qué limitarse a la hoja cuando el problema es toda la situación? “Quedarse en blanco”. No tengo más argumento que el del sentido común, pero seguro que la expresión viene de esa desagradable sensación de enfrentarse a un papel lleno de nada.

Los exámenes le sirven de escenario histórico, pero también puede ser una cosa de todas las tardes. O, dependiendo de la estación, de más de una vez por día. Ni decir si se cursan más materias de las que el currículo sugiere y se manejan unos horarios que los programó el enemigo. Todo esto mientras se intenta “tener vida”. Otra vez, una vida que muchas veces también se tiñe de blanco.

Que tus amigos –y cada uno es un mundo-, tus padres, tu novia, tu novio, tu ahijado, tu perro… Sin ir tan lejos: servirse el café mientras la madre pregunta “¿a dónde vas y a qué hora volvés?”, al tiempo que se persevera en la lectura del repartido para el parcial que empezó hace diez minutos puede ser toda una hazaña cuando el humor no acompaña.

Hasta que apretás una tecla, la que quieras, y el tímido trazo negro de la "j" -mi preferida- hace que la rutina vuelva a tener sentido.

viernes, 16 de marzo de 2012

La sugerencia del siglo


El título es tan insinuante, Losing my religión. Bueno, al menos para mí. Como a la ligera, habla de dos cosas gigantes: la religión y la pérdida. Y juntas, son dinamita.

Pero Michael Stipe, el vocalista de la banda, adjudica el nombre a una expresión mucho más vulgar, más terrenal. Parece que en el sur de Estados Unidos hablan de “perder la religión” como una forma de decir “no doy más”. Esa sensación de tener el agua hasta el cuello, por así decirlo. Y sí, sentirse desbordado es bastante desagradable. Pero, ¿tanto como para hablar de religión? Todavía más, ¿de perderla?

En palabras de Stipe, el tema va del amor no correspondido. Él mismo le dijo a la revista Q: “es simplemente una clásica canción pop sobre la obsesión. Siempre he creído que las mejores canciones son las que cualquiera puede escuchar, ponerse en ese lugar y decir ‘Sí, ese soy yo’”. Poco y nada de dioses, cielos e infiernos. Pero algo es algo. El guitarrista, Peter Buck, ve la melodía como “un puñado de cosas que eran yo aprendiendo a tocar la mandolina”.

El vídeo de la canción, con todo, se acerca un poco a una realidad más lejana. El concepto está basado en la historia breve Un señor muy viejo con unas alas enormes, de Gabriel García Márquez. En el cuento -dicen, porque yo no lo leí-, un ángel cae del cielo y alguna gente perversa hace plata cuando lo muestra enjaulado, como un fenómeno de circo. Mientras, en el vídeo pululan las imágenes que refieren a diferentes religiones. Y, de tanto en tanto, aparece el ángel.

Del amor no correspondido a una mandolina a un espíritu celeste.

Entonces, ¿qué queda de la religión? Porque la música, como todo arte, se puede tomar las licencias que quiera. Hasta la de usar las palabras para decir cualquier cosa, menos lo que éstas fueron concebidas para decir.

viernes, 9 de marzo de 2012

Fantasmas

Katsumi Suzuki tiene 72 años y anda en silla de ruedas. Cuando el 11 de marzo de 2011 las corrientes del maremoto que azotó las costas de Japón llegaron hasta el segundo piso de su casa de Haramachi, el agua le alcanzó hasta el cuello. Y el cuerpo le quedó empapado.

Su historia la cuenta Denis Rouvre en su especial Caras del tsunami, que publicó la revista de The New York Times. Y, como la de tantos, hoy, para muchos, no es más que una anécdota lejana.

Con el testimonio de Suzuki se puede leer una reflexión de Kohei Itami, el dueño del pensativo semblante de la fotografía. “No se puede apurar a las cosas para que mejoren. Trato de no pensar en el futuro. Me cuido cada día”, manifiesta el nipón de 77 años. Parece que el agua no vino sola para Itami.

Casi 20 mil muertos y desaparecidos, más de trescientos mil desplazados, cerca de 16 millones de toneladas de barro y otras 22 millones de toneladas de escombros: son solo parte del saldo de una tarde que a Japón le va a costar olvidar.

Ayer en Fukushima 580 policías, bomberos y pescadores buscaban a los más desafortunados que todavía integran la larga lista de desaparecidos.

Y todo mientras el mundo pasa por al lado.