domingo, 29 de abril de 2012

Valor agregado

Soy nueva en esto y no sé -todavía- cómo voy a encarar el tema de las marcas. ¿Las nombro, no las nombro? Esa es la cuestión. Si sí, ¿lo hago por amor al arte o les paso factura?; si no, ¿las describo más o menos de forma tal que mi público (¿?) las pueda identificar o las dejo inmersas en semejante nebulosa que lo mismo me puedo estar refiriendo a una crema humectante de cara que a una cera para pisos de madera?

Claro que hay más factores a tener en cuenta; capaz hasta corro el riesgo de que no se me entienda. Por ejemplo, si digo: toallitas femeninas, ¿Cuántos van a saber que estoy hablando de las Siempre Libre? Y de ahí, solo para adelante: ¿Qué es el Royal si no es Royal? -Sí, señora, es polvo de hornear-. O, ¿el Agua Jane tiene otro nombre? ¿Y qué hay de las Gillettes? ¡Eh?

Es cierto que meterse con las marcas puede ser delicado. Es por esto que, para el caso que se presenta a continuación, se aclara que la columna se refiere a la bebida cola que primero venga a su cabeza, cualquiera ésta sea, porque las características que interesan son comunes a todas ellas. Por favor, siéntase libre y disfrute de la independencia de la que -por ahora- goza este artículo.

Entonces estábamos hablando de los refrescos y de lo irritante que es pagar precios infinitamente distintos por el mismo líquido negruzco made in USA. Que el producto, siempre idéntico -alabada sea nuestra estructura de trabajo posmoderna-, me salga hasta tres veces más en el peor bar de la esquina -porque la experiencia de estar ahí sí que me agrega valor- es, cuando menos, insólito.

Y esa inexistente relación calidad-precio -insisto, si me están cobrando por "la experiencia", el bolichongo debería, por lo menos, jugársela con un show en vivo, algún grupo tipo Calipso o Karibe con K andaría bien en este lugar, reservémonos a los 17 veces retirados Olimareños para el Conrad- se puede extrapolar a cualquier tipo de restorán o chiringo que dé de comer a las élites o masas. Así, no llama la atención cuando un refinado caballero ordena un cangrejo en el más sofisticado hotel-boutique de José Ignacio y el diálogo se continúa así:

- ¿Y para tomar?
- Un vasito de agua de la canilla nomás.

Hembras deportivas

Soy mujer, eso está clarísimo. Y no tengo nada contra el género, eso lo aclaro. Tampoco contra el opuesto, no vaya a marcar diferencias; y agrego, aunque no viene al caso, que tengo varios ídolos hombres -entre ellos no está el gordo de la Colombes, pero esa es otra historia-.

La cuestión es que todo esto nada tiene que ver con que unas usen vestidos cortos y escotes y los otros se dejen la barba, aunque los límites estén cada día más difusos -asumo el riesgo de ser tachada de feminista o de machista, dependiendo del lector, por hacer referencia a estos estereotipos anacrónicos-. De esto, nada.

Tampoco interesa resolver la disputa milenaria que intenta responder a "la pregunta": ¿Quién sabe más de "fobal", chicas o chicos?. La solución, por más fascinante que fuera, no cambiaría ni un ápice de la situación que nos concierne: la necesidad artificial de los productores de programas deportivos argentinos de colocar a una señorita en sus, de lo contrario, tan varoniles paneles.

No quiero agredir a la producción de la vecina orilla solo porque es gratis, pero tampoco es mi culpa que tengan un periodístico deportivo por habitante. Como autocrítica, no soy asidua consumidora de la TV nacional como para emitir un juicio. En fin, que las minis y las cabezas rubias están más presentes en Fox y en ESPN hoy que la propia pelota.

Y eso está muy bien. ¡Aguante la apertura del mercado laboral para las mujeres! También en la televisión y, porque no, también en el deporte. Ahora, tampoco es cuestión de llenar un vacío anatómico a toda costa.

El objetivo del productor es evidente: tres horas de programa más un amplio público masculino es igual a la necesidad de unas piernas largas y depiladas para mantener vivo el interés. Y, mientras que el gremio de las panelistas siga eligiendo representantes que solo hablen del diseño de las camisetas, la lógica del calendario de taller mecánico va seguir vigente.

viernes, 20 de abril de 2012

Martes*

Parece que el negocio de las tarjetas de crédito ahora está en esta cuestión de los descuentos en las tiendas de ropa. Entre las mujeres que gustan de sacarles jugo -“pero con mesura”, aseguran-, mucho se ha dicho sobre cómo funcionan estas transacciones, quién gana qué y cómo, o si somos todas víctimas de una manipulación publicitaria y, como “víctimas”, terminamos gastando el doble. No interesa. La verdad de la galletita es que “el” día está marcado en la agenda y ni una horda de titanes puede frenar a la determinación femenina -si Ud. vive en Uruguay y se codea con cierta sociedad, ya sabe que “el” día es el martes. Si no lo sabía, considérese mejor persona-.

Yo fui al shopping porque –coloque aquí una excusa poco creativa y hasta inverosímil- y me pasó algo, digamos, “diferente”. Es preciso precisar ahora que, en un país con un mercado tan chico como el nuestro y donde nos tienen acostumbrados a cosas verdaderamente insólitas –solo en Montevideo nos tragamos el verso de que nuestra tierra, de la de todo el universo, no está apta para la construcción de un tren subterráneo-, algunos precios del negocio de la indumentaria femenina responden, de forma literal, a criterios de otro planeta.

Así, algunos martes pasan a ser el día de “la” inversión. “El” pantalón, “la” camisa, “el” vestido, “las” botas… Como sea, se gasta plata. Pero hay billetes y billetes. Ba, en este caso, límites de crédito y límites de crédito.

Estando en la fila de una de estas tiendas que tienen esos precios que de otra forma no tengo forma de desembolsar, en este caso para pagar por “la” pollera, no pude evitar mirar la boleta de la clienta que me precedía.

Total de artículos a pagar: 8 (ocho).
Total de artículos reservados para el martes que viene: 3 (tres)
Total a pagar: más de $20.000 (pesos veinte mil)

Sigo haciendo el cálculo de cuánto se le descontó (el 25 %); y de cuántas horas tendría que escribir para cobrar algo así.

*Los datos de esta columna son totalmente subjetivos. Deles el valor que se merecen.

Sobre el amplio mundo de las telarañas (o WWW)

A veces, no tener internet es lo mejor que te puede pasar. Incluso ese día que tenés que transferir 17 balances y 29 reportes. Ese día que es de vida o muerte entregar la versión final de la versión final después de tres o cuatro prórrogas. También ahí.

Ahh, internet… la conciencia gigante. Se nos llevó las excusas y, con ellas, la creatividad. En su lugar, nos pasó por arriba un alud de nuevos términos -que no te cansas de agregar al corrector del Word- o de viejos, con extrañas significaciones -donde “conectarse” ya no se refiere a cosas, menos aún a personas, sino que el objeto de la conexión es, para la media, el aire porque, ¿qué es en realidad internet?-.

En los salones de clase se acabaron los “no encontré esa definición por ningún lado” –¿no me digas que seguís teniendo un diccionario? Que tierno-; “pero en clase Ud. dijo…” –¡si en la web todo queda peor que tallado en piedra!- y el gran “que la ardilla de la tía del vecino…” –ya está, se terminó la infancia como la conocimos todos los demás-.

Ahora ni nos sirve cuando no está. Porque, cuando apagas la PC, si es que sos de darle al “off”, siempre hay quienes aseguran que lo mejor es tenerla prendida in eternum, que hasta consume menos energía, porque lo que mata es prenderla y apagarla, prenderla y apagarla, y otra vez –siempre quise corroborar este dato con algún experto en ingeniería eléctrica o, por lo menos, con alguien que pagué la tarifa de UTE-. En fin, cuando se extingue el ruido del procesador del año 20’ de la computadora que tu madre insiste en formatear porque un técnico del Gallito Luis le dijo: “Esta es la tecnología que usa Bill Gates”, y después le cobró el arreglo más caro que lo que cuesta una flamante Ipad 105. Es ahí cuando te empieza aturdir otra voz. Habla bajito, pero está -¿quizá estuvo todo el tiempo? Nunca lo sabremos, el bullicio del procesador adormece los sentidos, hasta la memoria-. Te dice cosas extrañas, como que no todo se soluciona con un "email", un "inbox" o un "direct message". Capaz, te sugiere, lo mejor es que levantes el tubo -del teléfono, esa caja con números que cuando la agarras del mango hace bip, bip, bip- y escuches a alguien más. O que vayas a verlo, insiste.

Ojalá le hagas caso.

viernes, 13 de abril de 2012

Solo un juego

Los montevideanos se dividen en tres categorías: manyas, bolsos y el resto. Aurinegros, amos de la bandera más grande del mundo, dueños de la Ámsterdam, los primeros; tricolores, integrantes del cuadro que “lo hace grande su gente”, señores de la Colombes, los segundos. Como parias, tímidos desde las gradas, se amontonan catorce clubes más.

Suena feo, sí. Y parece discriminatorio, también. Pero es así, y las cosas no siempre son como uno quiere. Por ejemplo, quien lee estas líneas se puede preguntar qué hace una mujer, que poco sabe de la materia, disertando cual experta. Nota al lector: no solo me pasa que, cuando tengo que catalogar al montevideano promedio a un extranjero, no puedo no hablar de fútbol, sino también, como observadora obligada, tengo que admitir que esa pasión, tan excitante como desmedida, me cautiva.

Ahora, esto de separar tan así a los conciudadanos por su afición a un deporte no es idea mía. Ya lo hacía Enric González en sus Historias de Nueva York. Con la diferencia que el periodista español hablaba de la Gran Manzana, donde el deporte que fragmenta a la ciudad es el particular béisbol, porque a los gringos no les corre mucha sangre por las venas cuando de mirar a veintidós hombres corriendo detrás de una pelota se trata.

El caso del montevideano, como buen uruguayo, es muy diferente. Capaz de morir de un entusiasmo exagerado, el amante del fútbol cae muchas veces en el terreno de lo irracional. En un tribunal montevideano, por ejemplo, no sorprendería que un hijo alegue, como motivo para emanciparse, “diferencias irreconciliables”, de equipos de los amores, claro.

Es que la lógica tiene poco cabida en una cancha llena. Ahora, sobre canchas...

Tengo que admitir que soy de Nacional. En realidad, me pesa un poco decirlo, porque no sudo mucho la camiseta. Y eso que lo intenté. Visité bastante el Gran Parque Central, pero ni mis paseos por La Blanqueada despertaron esa pasión enardecida que -con envidia- miro de afuera como comparten tantos. El Parque, por su parte y de acuerdo a Wikipedia, ostenta el título de primer estadio mundialista de la historia.

Peñarol, en cambio, no tiene estadio. Y esto sin ánimo de humillar al hincha carbonero -entre ellos mi madre, que se merece el mayor de los respetos-; pero es así, sin más. En los planos, el cuadro tiene cuarenta hectáreas en el Parque Roosevelt de Canelones para explayarse a gusto. En el barrio Cordón, un Palacio. Al final, lo del carbonero es más auténtico, porque, ¿quién quiere cuatro muros que sofoquen tanta locura?