viernes, 25 de mayo de 2012

Motivos para necesitar un seudónimo

The New Yorker dijo ya hace unos años que, aunque muchos ni se dieran cuenta, Dylan Thomas era el padre de todos los Dylan estadounidenses. Bueno, no el padre, pero la raíz de su nombre. El poeta galés, nacido en 1914, conocido por su genialidad y, a causa de ésta -como les gusta pensar a los pensadores sobre los pensadores-, su rebeldía y su condición de alcohólico, fue, o así se cree, la razón detrás de Bob Dylan. Robert Zimmerman, como lo bautizaron sus padres, habría sentido especial devoción por las obras del también cuentista y dramaturgo y de ahí su cambio de nombre. Dicen.

Según el artículo, fue gracias al afamado compositor, y al personaje célebre de la “noventosa” serie Beverly Hills 90201, que el apelativo se propagó como reguero de pólvora en los últimos años del siglo XX.

Fuera como fuese, Estados Unidos pasó de no contar casi con ni un Dylan en todos sus muchos kilómetros a la redonda a que, para el 2004, el alias se adueñara del segundo puesto en las listas de los nombres más comunes –sí, existen tales índices-, detrás del inamovible James.

Dylan, el de la isla británica, pasó a la historia por títulos como And Death Shall Have No Dominion, Before I knocked y The Force That Through the Green Fuse Drives the Flower (que en español serían algo así como “Y la muerte no tendrá señorío”, “Antes de que toque” y “La fuerza que por el verde tallo impulsa la flor”). Pero es una frase suya, dicha en entrevista con Harvey Breit para The New York Times Book Review en 1952, la que motiva esta columna.

Las opiniones son el resultado de una discusión con uno mismo y dado que la mayoría de la gente no es capaz de discutir con nadie, y menos aún consigo misma, las opiniones son un horror.

Thomas murió al año, víctima de sus excesos. Y hasta el momento no he encontrado una sentencia que defina mejor lo que compone una opinión.

Su casi compatriota, William Shakespeare, era en el siglo XVI un poco menos agresivo y un poco más cauto:

Presta el oído a todos, y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión. 

Pero poco de cómo formular un pensamiento articulado que explique alguna cosa cuestionable. Ahora, ¿valen o no valen? Esa es la cuestión.

Solo podemos dar una opinión imparcial sobre las cosas que no nos interesan, sin duda por eso mismo las opiniones imparciales carecen de valor. 
Oscar Wilde

viernes, 11 de mayo de 2012

Puertas

Tengo que confesar que las entrevistas me generan sentimientos muy encontrados. Aproximarse a un otro totalmente diferente, entendiendo este acercamiento como un acto casi psicológico, me parece apasionante. -Poder vivir de eso, casi increíble, por no decir imposible, pero, por favor, dígale “no” al pesimismo antes de siquiera arrancar-.

Ahora, aproximarse a un otro totalmente diferente, que no tiene idea qué esperar de uno ni uno de él, en un acto tan íntimo como lejano, también me espanta. A veces, hasta las lágrimas.

Dicho esto, esta es la historia de una gran historia: la de Tama Ríos. Ella, cantante y afrodescendiente, de una personalidad tan atractiva como intimidante, no mira a los periodistas con buenos ojos. Tampoco con malos, pero al principio es una persona, digamos, desconfiada. No es para menos.

Dueña de una vida fascinante, llena de idas y vueltas, las imágenes que han proyectado los medios de Ríos le desagradan más veces de las que le gustaría. Ex inquilina del hoy extinto conventillo Medio Mundo, el pecho de Tama se hincha de orgullo cuando le preguntan por su infancia, pero no siempre la lectura que hace un reportero de esa pasión la termina convenciendo.

En mi defensa, cuando se nace quince años después de los hechos consumados -el edificio fue desalojado el 3 de diciembre de 1973-, la insensibilidad del periodista no se justifica, pero, por lo menos, puede ser un poco más "entendible".

Con todo, la conversación que mantuvimos por teléfono, sin conocernos de nada, fue más o menos así:

-Hola, sí, ¿hablo con Tama Ríos?
-Sí, soy yo -con voz de lo que no parecía ser un buen día-¡quién es?
-Ah, hola. Sí, bueno, mi nombre es Francisca y soy estudiante de Periodismo. Me dio tu número Ivonne Quegles, la concejal del barrio.
-¡Ivonne? -me contestó una recelosa Ríos.
-Sí, Ivonne -ya un poco más tímida- Bueno, estamos haciendo un trabajo sobre el Medio Mundo y nos gustaría hablar con usted si le...
-¡Vos quién me dijiste que eras?  

Y de ahí, solo barranca abajo. “¿Que quién sos tú para hablar del Medio Mundo? ¡Que es mi vida! ¡Que la importancia del respeto! ¡Que hoy nadie sabe lo que pasó ahí adentro!”. Mientras, desde el otro lado del tubo, Tama recibía solo balbuceos. Pero la entrevista terminó teniendo fecha y hora, y a mí el agua en los ojos no me dejaba anotar...

Poco sabía entonces de todas las fibras que podía tocar una vieja casona en las almas de muchos. Hoy, doy gracias por la gente que, a pesar de todo, sigue abriendo la puerta de su vida.



Conocé más de la historia de Tama aquí.

viernes, 4 de mayo de 2012

No siempre la plata hace bailar al mono

Se llamaba María del Huerto y me enseñó a amar la literatura. Madre de todos sus alumnos, no faltaba a una actividad extracurricular. Y le encantaba contar anécdotas. Así conocí toda la historia de amor con su marido, a quien describía como "un narigón, pero de los buenmozos", en una crónica no poco cautivadora en un colegio donde solo se educaba a mujeres.

Pero su mejor cuento era otro.

María daba clases también en un segundo instituto, éste sí mixto, y solía liderar todas las salidas de los grupos. En este caso, el campamento era cerca de la playa y entre los alumnos había un chico ciego. En los tiempos libres, los niños corrían hasta la orilla y María acompañaba al jovencito que no podía ver por dónde iba. Una niña solía ir con ellos.

Una vuelta, los chicos que jugaban con el mar se alborotaban por algo que veían a la distancia y los tres rezagados intentaban descifrar a qué se debía tanto bochinche. Ya más cerca del resto del grupo, María exclamó: “¡Es un bote!”.

- ¿Y qué es un bote?, preguntó con naturalidad el ciego.

María se quedó muda. “Me sigo acordando de todas las cosas que pensé en contestarle”, nos decía entonces a nosotras, “Primero: ‘un objeto que flota en el agua. Pero, ¿qué es flotar para alguien que no puede ver? ¿Cómo explicarle la inmensidad del mar? ¿Qué decirle de las distancias?’ Y seguía…”.

“Mirá, poné tus manos así”, contestaba entretanto la pequeña, mientras tomaba sin permiso los dedos del chiquilín y los arqueaba en forma de lo que, para la sorpresa de la maestra, asemejaba a un barco.

- Esto es un bote, terminó la niña.

Era el final de la historia y María lloraba en mi salón de clase.

Creo que sigue siendo una apasionada de su profesión. Con el tiempo me enteré que, en su oficio, el dinero nunca sirvió de gran motivación.