viernes, 4 de mayo de 2012

No siempre la plata hace bailar al mono

Se llamaba María del Huerto y me enseñó a amar la literatura. Madre de todos sus alumnos, no faltaba a una actividad extracurricular. Y le encantaba contar anécdotas. Así conocí toda la historia de amor con su marido, a quien describía como "un narigón, pero de los buenmozos", en una crónica no poco cautivadora en un colegio donde solo se educaba a mujeres.

Pero su mejor cuento era otro.

María daba clases también en un segundo instituto, éste sí mixto, y solía liderar todas las salidas de los grupos. En este caso, el campamento era cerca de la playa y entre los alumnos había un chico ciego. En los tiempos libres, los niños corrían hasta la orilla y María acompañaba al jovencito que no podía ver por dónde iba. Una niña solía ir con ellos.

Una vuelta, los chicos que jugaban con el mar se alborotaban por algo que veían a la distancia y los tres rezagados intentaban descifrar a qué se debía tanto bochinche. Ya más cerca del resto del grupo, María exclamó: “¡Es un bote!”.

- ¿Y qué es un bote?, preguntó con naturalidad el ciego.

María se quedó muda. “Me sigo acordando de todas las cosas que pensé en contestarle”, nos decía entonces a nosotras, “Primero: ‘un objeto que flota en el agua. Pero, ¿qué es flotar para alguien que no puede ver? ¿Cómo explicarle la inmensidad del mar? ¿Qué decirle de las distancias?’ Y seguía…”.

“Mirá, poné tus manos así”, contestaba entretanto la pequeña, mientras tomaba sin permiso los dedos del chiquilín y los arqueaba en forma de lo que, para la sorpresa de la maestra, asemejaba a un barco.

- Esto es un bote, terminó la niña.

Era el final de la historia y María lloraba en mi salón de clase.

Creo que sigue siendo una apasionada de su profesión. Con el tiempo me enteré que, en su oficio, el dinero nunca sirvió de gran motivación.

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