jueves, 25 de marzo de 2010

En el super

Llegué.
En el estacionamiento, una madre carga las compras en la valija del corsa verde mientras su hijo uniformado, un rubio que no alcanza el metro de estatura, intenta abrir la puerta trasera. Le grita algo que tiene que ver con acuarelas y pinceles y las ocho de la mañana, pero él está en su mundo, absorbiendo con fuerza la pajita del jugo de naranja.
Abro la puerta y dejo pasar a una señora que viene saliendo. Va cargada de bolsas, pero logra sacar una mano para agarrar un bizcocho calentito y se lo va comiendo mientras anda.
La cafetería, a la derecha, tiene varias mesas ocupadas, la mayoría por señoras todas vestidas de blanco –enfermeras- que charlan entretenidas entre mate y mate. No hay que olvidarse de los cinco monstruosos hospitales que hay por la vuelta.
Dos pasos más, paso los carritos y canastos, un paso más: la frutería. Hay poca gente: un cliente, que mira con ojo crítico a los tomates, y un chico del Disco, que aprovecha la tranquilidad para pesar los limones.
Paso por debajo de la pérgola de huevos de pascua y de repente siento un poco de frío; ya estoy en los congelados. Mi música de fondo: el ruido de la máquina mientras corta el fiambre mezclado con el sonido molesto que hacen tantas heladeras juntas. Mientras los ojos se me van al salchichón de chocolate, me invade el olor a comida para perros.
Y llego a la carnicería, donde sobrevuelan algunas moscas. El muslo corto de ternera está de oferta, a solo 62 con 90. Paso por una góndola y está vacía. Y otra.
En la tercera me encuentro con un señor muy concentrado eligiendo su futuro cepillo de dientes cuando empieza a sonar Música ligera de Soda Stereo en versión karaoke.
Siguiente góndola y solo hay una encargada abasteciendo la sección de ferretería. En la de enfrente, otra señora está comprometida con su tarea de reponer galletitas Oreo.
En el fondo, una doña mira con recelo las “Especialidades del mar”. Frunce el ceño y aprieta los labios. Se va, nada logró convencerla. A su derecha, una señora saca número en “Quesos y fiambres”. No hay nadie más para ser atendido, pero tiene que esperar igual. Vaya a saber uno por qué.
Llego al otro extremo del supermercado. En las heladeras que exponen las leches y embutidos hay una señora que lee detenidamente los dorsos de tres yogures diferentes antes de decidirse por uno. Todos dietéticos, todos de durazno, todos iguales.
Me voy acercando a la salida.
Bip. Rollo de papel higiénico. Bip. Botella de agua. Bip. Pasta de dientes. Bip. Solo dos cajas –de las ocho que hay- están habilitadas y hay dos o tres personas esperando en cada una.
Ya yéndome me topo con una carpa armada en medio de la salida/entrada. Arriba, un cartel enorme en el que se puede leer un colorido “Vacaciones al aire libre”. Y al costado, una abastecida sección anti-mosquitos. Raid, espirales, Off.

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