viernes, 13 de abril de 2012

Solo un juego

Los montevideanos se dividen en tres categorías: manyas, bolsos y el resto. Aurinegros, amos de la bandera más grande del mundo, dueños de la Ámsterdam, los primeros; tricolores, integrantes del cuadro que “lo hace grande su gente”, señores de la Colombes, los segundos. Como parias, tímidos desde las gradas, se amontonan catorce clubes más.

Suena feo, sí. Y parece discriminatorio, también. Pero es así, y las cosas no siempre son como uno quiere. Por ejemplo, quien lee estas líneas se puede preguntar qué hace una mujer, que poco sabe de la materia, disertando cual experta. Nota al lector: no solo me pasa que, cuando tengo que catalogar al montevideano promedio a un extranjero, no puedo no hablar de fútbol, sino también, como observadora obligada, tengo que admitir que esa pasión, tan excitante como desmedida, me cautiva.

Ahora, esto de separar tan así a los conciudadanos por su afición a un deporte no es idea mía. Ya lo hacía Enric González en sus Historias de Nueva York. Con la diferencia que el periodista español hablaba de la Gran Manzana, donde el deporte que fragmenta a la ciudad es el particular béisbol, porque a los gringos no les corre mucha sangre por las venas cuando de mirar a veintidós hombres corriendo detrás de una pelota se trata.

El caso del montevideano, como buen uruguayo, es muy diferente. Capaz de morir de un entusiasmo exagerado, el amante del fútbol cae muchas veces en el terreno de lo irracional. En un tribunal montevideano, por ejemplo, no sorprendería que un hijo alegue, como motivo para emanciparse, “diferencias irreconciliables”, de equipos de los amores, claro.

Es que la lógica tiene poco cabida en una cancha llena. Ahora, sobre canchas...

Tengo que admitir que soy de Nacional. En realidad, me pesa un poco decirlo, porque no sudo mucho la camiseta. Y eso que lo intenté. Visité bastante el Gran Parque Central, pero ni mis paseos por La Blanqueada despertaron esa pasión enardecida que -con envidia- miro de afuera como comparten tantos. El Parque, por su parte y de acuerdo a Wikipedia, ostenta el título de primer estadio mundialista de la historia.

Peñarol, en cambio, no tiene estadio. Y esto sin ánimo de humillar al hincha carbonero -entre ellos mi madre, que se merece el mayor de los respetos-; pero es así, sin más. En los planos, el cuadro tiene cuarenta hectáreas en el Parque Roosevelt de Canelones para explayarse a gusto. En el barrio Cordón, un Palacio. Al final, lo del carbonero es más auténtico, porque, ¿quién quiere cuatro muros que sofoquen tanta locura?

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